viernes, 28 de septiembre de 2012

Una tarde en Abancay


Recuerdo que corrían los años ochenta, y quería salir a jugar. Yo vivía en ese entonces en el popular Jirón Lima del poblado de Abancay (porque decirle ciudad, aun cuando sea la capital del departamento de Apurímac, me parece una exageración). Para salir a jugar, era todo un procedimiento, no solo tenía que terminar de hacer mis tareas, que siempre las hacía porque nunca me ha gustado tener pendientes, siempre me ha molestado, prefiero hacer todo y luego quedar libre para hacer lo que me dé la gana. Bueno no bastaba solo eso, iba a pedirle permiso a mi papá, que me tomaba la tabla de multiplicar (que “cariñosamente” solo le decía “la tabla”). Ya ni me acuerdo cual me preguntaba pero estoy casi seguro que era la del 7, 8 o 9, que eran las mas difíciles.
Luego de que pasaba la prueba (me gusta pensar que siempre la pasaba, no recuerdo haberme quedado, en casa frustrado, o tal vez lo olvidé) salía a buscar a mi amigo Pichihua. Es raro que no se me haya grabado el nombre, solo su apellido: Pichihuaaa!
Pichihua salía y casi siempre estaba dispuesto a jugar, en el fondo de su casa tenía un patio, muy mal cuidado, con un montón de tierra, pero que era perfecto para imaginar montañas para los soldaditos de plástico (de esos baratos) o para los carritos. Allí pasé varias horas de mi infancia, jugando, imaginando, ensuciándome. Al final de la jornada se aparecía la mamá de Pichihua con unos cachitos de manjar aun tibio, recién hecho que me parecían deliciosos; ya era tarde, tenia que volver.